I
Quién hilvana
esas hermosas melodías en medio de la noche,
no es un ruiseñor, es la muchacha
que llegó de lejos a limpiar la mesa
tras el desayuno,
ella quita las tazas como quien pulsa un arpa
y el aire suena a loza percutida
por la taumaturgia de la espuma,
el juez le arranca algún motivo
para las canciones vírgenes
y le otorga la gracia de la mendicidad
en los arrabales saturados de tardes inservibles,
cada quince días ha de someterse
a revisiones de garganta, notas
como el sol más alto se le quedan
apenas en penumbra, tiene
las cuerdas oxidadas de cruzar los ríos
sin alcanzar orilla, con ladridos
de perro por la espalda,
ha de doblar barrotes hasta convertirlos
en símbolo del dólar con el signo igual
en vertical clavado en las entrañas,
acude a clase de español para curarse
del espanglis nativo cruzando mil desiertos
en autobús, escuchando en la radio esos anuncios
del ángel del señor que ella recita de memoria
como un pasaje negro cómo pudo ser si no conozco
varón, si en nueve meses nunca alcancé
a completar un sueño,
pero con buenas notas llega un niño
que llora en dos idiomas y promete -no lo quiera dios-
rimar su odio futuro en un rap atigrado.