Asistí como monaguillo al funeral del atizador,
no fue posible la ablución, su alma negra
hizo más pálido su cuerpo, pero nos familiarizó con el abismo
de las miradas visionarias, siempre me dieron miedo
aquellos ojos inmunes a la carbonilla, parecidos
a los que Goya imaginó para Saturno atormentado por el hambre,
la mina lo había puesto boca arriba sobre un tablón,
y lo sacaron a hombros sus oscuros compañeros
hechos de humo y picaza, derretidos en arroyos fríos de sudor,
como si fuera un mineral sin bautizar aunque no desconocido,
rojo no había nada, ni siquiera el pañuelo atado al cuello,
la sangre lo bordó alguna vez, pero ahora
había desertado, igual que el fuego que él debía conservar
o los aromas de pólvora que adornaban su imagen primitiva,
el cura habló de bocas: las plañideras de los ángeles,
las desestibadas de la mina sin higiene dental,
las del mal decir blasfemo y las definitivas
que podrían abrirse a nuestros pies con escalones
de bajada al infierno,
luego selló la caja con el humo trenzado del incienso,
la aspergeó de latines y dejó que se la llevaran
al lado sur, al corner reservado a los suicidas
al otro lado de la tapia.