Llegué a la puerta
y antes de llamar pensé:
cualquier camino es bueno
si es llano o cuesta abajo,
sobre todo cuando sabes
que tu destino es el infierno.
Llegué a la puerta
y antes de llamar pensé:
cualquier camino es bueno
si es llano o cuesta abajo,
sobre todo cuando sabes
que tu destino es el infierno.
Ahí la acacia, tan altiva,
a la vez tensa y flexible,
con sus flores de aroma anochecido,
siempre pensando en las sabanas de África
donde el estrabismo de las cebras
utiliza su código de barras
para hacerse invisible,
fíjate en las ramas, un temblor,
optando decididamente
por la media luna de las vainas,
su maternidad marrón, tan problemática,
renunciando
al color selecto de su inflorescencia
y al sabor a postre de sus flores.
Con amor por el silencio
Siete cabezas,
siete calaveras relucientes,
antes se asomaron a unos hombros
cantando un himno bronco
que salía del vaho del alcohol,
luego se echaron a dormir y en sueños
disparaban unas contra otras
-fuegos fatuos o balas-
convirtiendo en jirones
los estandartes de la luna,
afortunadamente
no llegaron nunca a despertar.
En el papel sólo ponía luz,
nunca diamante, ni cristal,
no parecía que su brillo
llegara de tan lejos, sangre de dios,
apenas el salario de un esclavo
con la leyenda amenazando a los que esperaban más,
afuera nadie
llegaba a ver la luz, era de noche y las estrellas
-tan familiares- se reían del miedo de los niños
llevándose el índice a los labios,
que no lloren más, y que no miren
ese color rubí como de sangre,
de gran sudor o de salario insuficiente,
que se duerman y sueñen en el plumón
fingidamente protector de los arcángeles.
Por las mañanas
antes del trotecillo entre sabugos
para llegar tarde a la escuela
íbamos a darle el desayuno
al águila real que, siendo un pollo,
habíamos robado de su nido,
con las plumas remeras recortadas
y el anillo de la cautividad en una pata
batía las alas poderosas respondiendo
al silbido solar de sus hermanas
libres en el aire, no obligadas
al sacrificio de la escuela.
Él era el guía de la expedición,
buscaban libros de cristal
dotados de una magia que convocaba las leyendas
de una antigüedad secada
por el parasitismo sedentario de la superstición,
su objetivo primordial era la cascada blanca
donde el estruendo de la vida continuaba sonando,
aunque sólo era audible a través de traducciones
hijas de escoplo y de cincel,
ya que también a ella le afectaba la parálisis
de una sequía venenosa.
Con aquellas hojas de cristal
construiría una casa
desde la que enviaba mensajes transparentes.
Me sorprende
esa fiera hermandad de las hormigas
que hacen pirámides de fuego
para morir en alto sin dejar
ni llanto ni cadáveres,
puede ser el hambre su motor,
acaso el miedo a la desolación tras la batalla,
si nada
ha de quedar en pie, que al menos
perviva el testimonio de los planos
donde base y altura se eternizan
como las columnas del teorema
que da por evidente lo improbable.
Quedan todavía por ahí
en algún hoyo sin memoria
los episodios de intentona
de amor agreste o de cantiga
avergonzada a las caderas
inmensas de una virgen
que respiraba sofocadamente
mientras miraba las estrellas,
ella estaba soportando
mi peso, no mi amor,
por eso sus jaculatorias.
Han puesto a calentar el agua,
más tarde irán podando el árbol
redondo de la coliflor, tan apretado
que ni sitio deja para pájaros,
arderá en el agua su ramaje
e irá mojándonos el aire
con su color de azufre rebajado,
como si en la cocina del infierno
se hubieran olvidado de cerrar
la puerta y las ventanas.
Cielos ciegos
por esta luz tan desacostumbrada,
cuando no son las nubes es la niebla
o la calima que llega alta desde el sur,
aquí se guardan los pinceles sin limpiar,
el cuadro siempre verde,
los colores sangrando,
y cuando llega el sol se pone un caldero debajo
por si diera de sí y aún rebosara
para los días enlutados.
Nuestra única ambición
era copiar las obras
de ese dios aburrido y natural
que cosecha del campo sus liturgias,
él suele recordarnos cada día
que los ojos son órganos
dotados de un poder descomunal
capaz de recrear divinidades
a partir de un minúsculo reflejo.
Hemos reunido aquí, junto al madero,
las astillas caídas entre gotas de sudor y sangre,
en él ejecutaron a un actor, sus ropas
bordadas de oro representan a un rey
emparedado entre ladrones,
el ocaso declina
como un telón violeta sobre el aire
herido ya de noche,
subastemos la túnica del rey
y con su importe
podrá pagarse un agujero
para enterrar a los ladrones,
ambos murieron con la boca abierta
pero nada de lo que dijeron trascendió.
Así, yo mismo
me abandoné a la ensoñación
creyendo compartirla con un montón de hermanos,
yo era el tejón que amaba la libertad
muy por encima de su jardín de hierbas forrajeras,
me dejaba vestir por una luz binaria
en tiras paralelas, blanco y negro,
como las historias que ocultaba el obsesivo
silencio del corral donde guardaba
los juguetes soñados,
él llegaba de lejos, precedido
por un silbido largo
que recordaba el habla de una isla,
el singular hermano de las confidencias
con que aliviar la costra de la soledad,
aunque luego quedaran en un discreto roce
contra la piel inerte de las vacas.
(En Casasuertes, un motril)
Descubrí en el aire bravío de Valcarque
los cristales de cal iluminando
el careo mejor para que el sabio pastor isidoriano
apacentara sus merinas
en la umbría románica del techo,
cayados como cetros cortados de la ulmaria
que marca los arroyos, el silbato menudo del motril
robando melodías al mirlo y al zorzal,
las hayas blancas de dolor y sombra
improvisando un húmedo sestil
donde dormita el ruido del cencerro
y vigila con amor la ortiga blanca
contra el envite de los tábanos,
la transcripción mozárabe del aullido del lobo
subiendo como un humo
de zarza en combustión perenne
contra el venteo del mastín, las horas
pasmadas en el aire donde confluyen todos
los rituales paganos de la mesta
en un armónico dolor y en una
gozosa alegoría de la vida.
En Mogarraz, pastoreando más de un millar de libros,
vive despacio y hondo Venancio Sánchez García,
el librero de las Batuecas.
Vive allí,
como en el fondo de un espejo,
entre paredes de papel que no hacen cárcel
y permiten escalar el aire
con alas en los pies y caduceo entre las manos,
como un Hermes del siglo,
igual que un Odiseo que regresa
del viaje interminable hacia el aroma
del tomillo colgado en la pared
para perfumar el duelo ingobernable
de los que asoman su memoria a las fachadas,
contando historias, olvidando males,
manteniendo el parpadeo de las brasas
que huelen a Ilión y a desbandada.
Días de sol en las Batuecas
Si alguna vez el eco del halcón
regresara dando por finalizado su periplo,
vendría aquí, este es su nido
y aquí vive la piedra de la que su memoria se alimenta,
sus ojos brillan
con el furor del cuarzo, fijan el alcance de su honda
en la hondonada protegida
por el amor oscuro de la vegetación,
la sombra es su aliada porque ayuda
a diferenciar el miedo del que huye
de la confianza de lo que nunca muda,
por eso flota, como el alma
de la madera tras la batalla con las olas.
A pesar de todo es una belleza real
la de las mañanas plácidas de junio,
a pesar de todo
viene el gorrión y deja por ahí tirados
restos de felicidad, migajas de conversaciones
que a nadie interesaron, entre los discursos de la guerra
asoma alguna flor pequeña, de color pálido,
a pesar de todo
la luz asciende a su lugar, la raya dibujada
por la estación en la pared y luego suena el reloj,
en ese tono que ni el ripio del vencejo suele alcanzar,
secreto a voces llaman a esas confidencias,
y yo les digo a las criaturas con fortuna
que se acerquen, -a pesar de todo-,
que nos comuniquen el secreto de su euforia,
pero ellas se resisten a escucharnos, nos ignoran
igual que el sol ignora a los que viven
en los ángulos de sombra.
Regreso ahora del paseo
por el jardín con ínfulas de laberinto,
entre perros gordos y lisiados
de manos temblorosas por el tacto
del crak y la marihuana,
dentro esperan las novias lánguidas
en marcos de laca desigual con flores
de papel maché y miga de pan,
cuesta domesticar el tic acostumbrado
a la orden silbada, tendente ahora
a la resignación o la ignorancia,
colgado apenas de alfiler, como medalla
dejada en símbolo o cuadro de Mondrián
desde la cruz a la cintura,
no hagas caso del temblor del dedo índice
que no te deja señalar hacia delante,
la uña alquitranada de amarillo y la mirada
desobediente del muchacho
que espía los desnudos de la historia.
Qué más quisiera yo
que escribir sobre piedra,
dando eternidad al pulso irregular de mi caudal interno,
el hambre sufre la contradicción del fuelle,
entre flujo y reflujo se despoja de todo su vigor y queda
flotando cerca de la orilla
igual que un resto de naufragio,
andador de caminos que se pierden
en el temblor de la distancia
sin aportar final posible o darte
la impresión mentirosa de haber ido
más lejos que nadie,
con qué rigor se dora el tibio vinagre de la espera,
ese que endurece los perfiles
del abandono y la dulzura,
podrás ir aún más lejos pero nunca
llegarás a juntarte con tu sombra
en la pared del fondo donde aguarda
con su recado de escribir la cegadora
cal del blanco y negro.
Es así de fácil,
se coge un calendario,
se van tachando fechas
por color, por situación, sin orden,
hasta que una sola de las que quedan libres
adquiera brillo y te lo muestre
como hace la estrella de la tarde
en el oro pálido de julio,
a ese día no le darás nombre,
simplemente lo enmarcarás
entre corchetes para que dure siempre,
camuflado entre las fechas memorables.
Un Yeti menor en nuestros montes
Siendo tan voraz,
cómo se conforma con el aire
perfumado que exhala la cocina,
se habla de ello, se manejan fotografías de gigantes
enmarcadas en niebla, nada claro,
nada consignado en el selecto libro de recetas,
él es el monstruo protector de la familia,
el catador ausente al que se invoca
en la bendición del alimento,
por eso nuestros miedos seculares
al hambre y a la acritud de la intemperie
se apaciguan de pronto cuando llega
desde la orilla oscura de los montes
noticia de que han visto, de que se oye,
de que alguien ha creído adivinar una silueta
de pelo crespo merodeando
la proximidad de nuestras casas.
"non es de clerecía"
Habíamos subido con el humo
aceitoso del grafito entre los dedos,
nuevas palabras asomaban
en el cesta de tiras de castaño
como una rara colección
de setas académicas de otoño,
los ecos de una alegre juglaría
regresan con nosotros
anunciando un hogar encendido
y en la mesa un vaso de bon vino.
En estos días de canario ciego
en los que el sol pone en la piel
una dibujada quemadura
me gusta imaginar el ruido
cartujo de las aguas
huyendo bajo trasparencias
de hielo azul, burbujas prisioneras
como los ojos de las ranas
antes de despertar de su invernía
para llenar las tardes del verano
con un sonido que recuerda
al raspado de maderas huecas.
No sé qué fiesta se adornaba
con escarapelas como aquellas,
iban de lado a lado y enmarcaban
la miserable luz de las farolas,
pero cuando las campanas empezaron a sonar
todo el pueblo se lanzó a la calle
llenándose de barro los zapatos,
al mismo tiempo que se oía
la explosión de petardos inocentes
que ni a los perros asustaban,
después en la terraza del bar
se comentaba con pena en la mirada
el poco impulso de la imaginación
para subirnos a la carroza de la fiesta.
Una piscina matinal con agua azul y olor a cloro
poblada de sombreros grises,
no son nenúfares que flotan con su ranita en flor ni ideas
de performance anónima,
pregunto:
puede haber debajo un hombre vertical y entero?,
-si fuera una mujer serían pamelas
de cadencia verdosa-,
insisto:
puede sobrevivir el aire respirado por la imaginación
sin resignarse al ahogamiento perezoso de las mañanas de domingo?,
pero nadie responde y las adelfas
dejan sus flores sobrevolando el agua
como si fueran una avalancha de la prensa rosa.
Fuimos a bañarnos
a la tabla de Valdemallada,
en el agua quieta
se reflejaba el terciopelo de las espadañas,
no había truchas ya y cangrejos
sólo quedaban los pequeños,
en el farallón sedimentario
revoloteaban las grajillas
y nos pareció un hallazgo
cuando el maestro señaló
con su aguijada de avellano
una cagada de oso
entre las arandaneras altas,
la emoción aún podía subir
como la fiebre en la escalera del termómetro.
Ya no había polvo en las estrellas,
de madrugada se alzó el viento
y barrió con rigidez las calles,
era el último vestigio
que podía quedar de él,
estuvo vagando entre dos luces,
y se le vio apagando la última farola,
después los perros del rebaño
le acompañaron hasta el hito
que delimita la frontera
entre los dos pueblos enfrentados,
ocurrió todo tan de prisa que ni siquiera el sol
había conseguido espabilarse.
Que no regrese aquella voz
que sobrevolaba siempre a la feligresía
desde un púlpito feroz
con llamas dibujadas en el faldón
igual que un sanbenito
que trata de esconder su escatología
en la inocencia del color mostaza,
permanece la maldición
hurgando con el bíblico varal
en las brasas de la miseria cotidiana,
aún lo veo
con la terrible precisión de las estampas de Durero,
muerto de amor, ungido de gusanos,
con los huesos mondos de los muertos antiguos
y un oxidado crucifijo entre las uñas
que no han dejado de crecer.
Nada se sabía de ellos,
o al menos yo nada sabía
de aquel piquete disfrazado
de indecisión guiada que atendía al reclamo
de una oscuridad labrada a golpe de azadón,
era la noche la que prolongaba
la estiba inversa de las galerías
a las que se vaciaban las entrañas
de material inerte para que en ellas
cuajara el queso negro de la angustia,
sus caras se alumbraban con una lámpara de gas
fijada al cráneo con arnés,
por eso aquellas marcas de palidez
cuando al regresar a sus hogares
se despojaban del dolor y lo dejaban
en el fondo de una palangana.
Ya sé, amigo cuervo,
que siempre te esforzabas
por aprender a recitar e iluminarte
en nuestra engañosa luz, las voces
biensonantes te costaban más que las oscuras
y tenías facilidad para el rumor del haiku
con un toque final de carraspeo,
parecías
el alumno aplicado al que el maestro
siempre coloca contra la pared,
frente al reflejo acusador de la cal blanca
donde, a pesar de todo, tus plumas destacaban.
Te invitaría a compartir conmigo
un coctel de mentiras
sentados frente al mar
en una tarde a punto de acabar hundida en sangre,
pero no domino el arte de la mezcla,
la alquimia me dejó tan huérfano
que sólo alcanzo a vislumbrar
la soledad extrema de la piedra
filosofal donde mi Excalibur
oxida el corazón de la leyenda.