Viene a mí de vez en cuando,
-sobre todo ahora que ya no me entretengo
formulando deseos imposibles-,
la imagen acuñada por la tradición de la propia muerte,
miro hacia la nada que podría significar mi nombre,
la sonoridad ya hueca de su pronunciación y el eco
repetidor de unos finales que rebotan sin gracia
contra el blanco formal de la pared,
escucho hasta que todo queda en calma,
la soledad es sólo un acto de voluntariosa negación
de todo lo que estorba, ni llantos ni palmadas en el hombro,
ni los seres queridos que ya han dejado de escocer en la memoria,
igual que las heridas más antiguas,
contemplo desde arriba, ya alejado de mí, la cama articulada
donde mi cuerpo sigue, su incomodidad casi ortopédica
pensada para que nadie se acostumbre
a prolongar rutinas circulares, la forma de mis manos
abandonadas como remos a los lados,
el perfil terminal de mi dolor adormecido,
aunque nunca obligado a claudicar, marcando el rictus
de ojos cerrados y maxilar abierto como si esperara
la milagrosa comunión de un fármaco sagrado,
percibo la conciencia que poco a poco se despega
como la pegatina de su celofán, el primitivismo de mis miedos
ahora apaciguados, posándose en mi frente para cerrar el ciclo
de mi agnosticismo interrogante,
quién heredará de mí ese gesto de recelosa calma
que se enfrenta a las sombras aparentando indiferencia
y señala triunfante ¿ves? aquí no hay nada.
Zona B:
¿Qué es lo que impide a un estado denunciar los atropellos de Israel contra sus ciudadanos integrantes de ONG o la flotilla de la libertad? El miedo. Y el miedo surge cuando algún poder abusa de su fuerza sin respetar la ley. Es la imagen que está dando el estado sionista con el genocidio del pueblo palestino y el acoso a periodistas, colaboradores de ONG y voluntarios que tratan de ayudar a los indefensos.