Día cuarto: este es el día que en el rito antiguo es señalado como el de los grandes luminares, las dos únicas antorchas definidoras para distinguir entre día y noche, las que tensarán rivalidades entre estaciones y años, a través de las grietas que el tiempo monolítico propone. Pero, cuidado, porque así nace reptante y silbador el maniqueo y simplista modo de mirar las cosas, que con el adelgazamiento progresivo del tiempo montón, acabará dejando en negro y blanco el infinito prisma de la luz.
A este día cuarto, de duración más larga que la de un giro del planeta, debemos volver para lavar nuestra mirada cada vez que el color se nos imponga como contaminación y no como licencia cromática del sentido.
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