A las ocho y media ya sonaban
las campanas de la catedral por todo el valle,
más exactamente, las campanas de la espadaña, ellas
convocaban a concejo porque el alguacil
estaba enfermo (o castigado por el cura
por no acudir a comulgar en la misa anual
de la cofradía), poco a poco iba saliendo de las casas
el humo negro de la pana, los hombres ciegos que sabían
de memoria el camino y coincidían en el paredón
oeste de la iglesia, sólo hombres, las únicas viudas
con derecho a opinión debían encargarse
de la comida para treinta y dos cofrades
y el socorro a los pobres que amparaba
el artículo siete de las ordenanzas, debían ser votados
los puntos del conflicto que aludían a la apertura del canal
por tierras vecinales, incluyendo un prado de la iglesia,
una fanega azul de cereal en la solana
que la cofradía le arrendaba a un forastero sin asiento
ni derecho de vecindad consolidado,
Orestes se enfrentó Pilón por la cuestión de la hacendera
que transitoriamente habría de salvar el puerto del Pumar
mientras se libraba el desnivel con muro, aceña y canjilones,
su derecho de aguas quedaba sometido a cuarentena
mientras durase la obra y su cosecha amenazada,
tras el salveregina hablado se pasó la bolsa con las bolas
y se votaron las propuestas por colores,
pero se fue la luz porque el eclipse venía adelantado
y otra vez las campanas se incendiaron
como el dolor de una jauría de perros en invierno,
al no ser fácil distinguir colores se dejó el recuento
para un día mejor, no señalado
por el dedo acusador de Electra.