Íbamos subiendo
la cuesta, perseguidos por la música
ondulada del cuerno,
nos esperaba arriba el dios Apolo
con su túnica naranja,
digno de figurar en el reparto
de la fragua azul soñada por Velázquez,
pensábamos en el mediodía
con su zumbido irregular de zángano
y guardábamos en la intendencia
de la memoria los reflejos
algo oscurecidos del jarrito
de mano donde maceraban los vinagres
para templar el vicio del acero,
al llegar a la cima nos sentamos
a comentar nuestro cansancio
y a echar un trago del frescor metálico
de la cantimplora, recordando
lo que quedaba atrás y que ya nunca
volvería a viajar junto a nosotros.
Ese es hoy mi único recuerdo.
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