Hacia mediados del otoño
se acudía al vareo de bellotas en el robledal,
era como subir la cuesta del verano solar
y hallar la fuente hirviendo con arenas de oro,
pero los robles se limitan a dejar sus frutos
brillando por el suelo, el mismo brillo
pero con color marrón, nosotros
con una fiebre diferente, toda la familia
arrodillada con codiciosa mansedumbre
sobre el maná caído entre la hierba
mientras el cielo a nuestra espalda
se regodeaba en su color dorado
como un monarca campesino al que nadie presta
ni un minuto de atención, hay que llenar cien veces
la fardela de lino para que el costal abulte
más que el tronco del roble y pese menos
que hueso de paloma a la hora de subirlo al carro.
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