Se nombraba a Pedro
para doblar el hierro y reducirlo
a la obediencia noble del objeto familiar,
algo hermoso residía en el cobertizo de la fragua
similar al molde que replica las armaduras de los dioses
y nos permite vernos reflejados en el espejo de su acero,
flotaba un olor a limaduras como una aurora líquida
oxidando el color de las paredes,
él templaba su oficio con la cadencia del martillo
y siempre remataba los finales
con un repiqueteo sobre el yunque,
el hierro en flor surgía de la entraña del carbón
y el agua florecida de mapas y de escorias
piafaba como un potro al recibir el espolón del fuego,
vulcano vino a visitarle una mañana
y se encontró el fuego apagado,
el canto del metal cerraba el círculo, permanecía el eco
del chisporroteo antifonal del agua
invitando al silencio.
el traqueteo de la aceña, sin nadie con quien conversar.
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