(Evanäscente)
Qué fue de aquel aro de colores
que rodeaba la cintura adolescente
de mi anterior edad, las siestas
de Adán, interminables y litúrgicas
en la calima intencionada
con que la eternidad se difumina,
nadie advirtió a los globos del peligro
del rosal, de sus espinas curvas, simple juego
mortal o pasatiempo sin vuelta atrás,
yo ensayaba caminos en la modorra de la tarde,
y el cielo ya empezaba
a manifestar estos colores enfermizos
de los vapores del volcán, un paraíso
con amenaza, me encontraba
cadáveres antiguos, los huesos mondos
de tu guiñol con seres no creados o creados
para divertimento de unos pocos,
y pensaba en el cieno verde de las aguas
demasiado limpias, o en el vaho atemporal que oscurecía
nuestra ignorancia impúdica del tiempo,
el ojo lateral del marabú, sin párpados,
parapetado en un diafragma fotográfico
sin la adecuada pausa de la cámara oscura
me hace pensar en ti, se sabe
que todo lo blanco se ha de ver
positivado y hasta acusador cuando las placas
salgan de la cubeta bautismal y afloren
con rabia los oscuros nombres, lo malo
de ser eterno es que no hay tiempo
pasado que se pueda borrar como un mal sueño,
noches de borrachera sin alcohol
dedicadas al sexo impredecible
de la soledad, la lluvia ardiente de Sodoma
cayendo sobre ti y los cuervos
huyendo de la caja nido de Noé,
qué sabes tú de humanidad si ahogas
todo lo que emerge o sacrificas
la espontaneidad caliente de los juegos
que rozan o penetran en la piel,
yo siempre
soñé con ir de picnic, coger moras
y disfrazar de oscuro el traje blanco de mi desnudez
por simple simpatía a los que nacen
tatuados ya de bronce y abandono, las flores
apenas son visibles sobre claro,
me gustan los eclipses -tu dolor- que paralizan
el cristal del mediodía, recibirlos
como una nieve de verano, ni sol ni luna
subidos al altar, tú mismo
buscando un cobertizo no eclesial para pasar la noche,
con curiosidad, sin adivinar que todo
funciona a tus espaldas
como el aro dorado del principio.