Julia, única hermana
Hace muchos años
en el oleaje turbio de la adolescencia
el mar se llevó una concha
que previamente había desechado
en la playa glacial de la posguerra
tras despojarle de su perla,
llegó subiendo igual que una marea,
lo mismo que la fiebre o la oscuridad
tras el ocaso,
todo lo deshojó, la sombra blanca del espino,
la sonora huella que dejaba
el piar de los gorriones, el rumor de selva
de los años sin granar,
entonces
el dolor aún no tenía cara, aunque a veces
se dejaba sentir
en la rigidez de las articulaciones o en la palabra
festiva que se quebraba entre los labios,
pero sin llegar al alma, el frío era un ensayo
para acostumbrados al invierno
y no tenía parangón con la quietud tan prolongada
de los latidos, atentos sólo
a señales traídas por el aire desde el lado norte,
yo no lo vi llegar, fue un halo
de contrición sin culpa, lo mismo
que el veneno vertido en el oído
del rey durmiente, la asechanza
contra una Ofelia virgen que no ha sido
capaz de emanciparse de la edad del juego
sin apuestas, pierdes siempre y al perder
haces que todos pierdan
en proporción a lo empeñado
frente a la usura secular,
fue un verano breve o primavera
mal alimentada que prolongó su espasmo
entre sofoquinas y calambres, luego
la medicina torpe de la nieve jugó con el termómetro,
la luz se fue atenuando
y el olor salado de las lágrimas
me hizo despertar a media noche,
no recuerdo más:
la danza medieval juega con negras
y las blancas, cercadas, abandonan.
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