En la urbanización
toda la noche ladra un perro.
Nos cuenta que su vida
es un espacio empapelado
de soledad y de eslabones
que le atan a un despótico dominio.
Yo me desvelo mientras pienso
en el viejo conjuro: perro,
muerde al palo, porque el palo
no quiso pegar al dueño, porque el dueño
se apuntó a religión en vez de al curso
de educación urbana.
Pero
como no surte efecto salgo
al jardín y le digo
a la luna que lance su cuchilla
de luz sobre la sombra
y haga comprender al perro
que mejor que ladrar es darse el gusto
de leer los poemas de Unamuno.
Por ejemplo.
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