Daba órdenes
y el mundo obedecía
con instinto de perro, se movía
igual que cola de animal, indeciso
entre temor y agradecimiento,
no se hablaban ya, chascaban
los dedos y subía
solidificada la emoción
como empujada por un émbolo,
la perfección mecánica suplía
con su rigor a la estética suicida
de los efluvios colorados
con que el cansancio de la luz
adorna los atardeceres.
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