Ya no es preciso rebordear de luto
las cartas ni los pésames
con los que apagamos la vigencia
de una pasión que armó la vida:
lo siento, te acompaño...
sólo hasta la luz de fuera, donde todo
se olvida fácilmente, tan cansados
de soportar recuerdos tristes.
Y así es mejor, porque la calle
te espera con sus ruidos, sus rubores
de mercromina y plata espolvoreada
para disimular las cicatrices.
Hay un músico,
-probablemente ciego- que acaricia
con manos torpes toda el asma
de que es capaz un saxo, melodías
con los bordes oscuros,
proclives sin embargo a acelerarte
el pulso y convocar las lágrimas.
Pero no te detengas
a escuchar su anacrónica salmodia
y arroja una moneda
con instinto de piedra sobre el agua
de su fingido lago, plañidero
de muertes alquiladas
a cambio de unos euros.
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