sábado, 20 de enero de 2018

Qué come un centauro

Mirado así
lo vegetal no engorda, pero puede
hacer crecer el mito como ocurre
con la repetición. Ya los antiguos
criaban a sus héroes con raíces
sacadas de la entraña fértil
de una cultura matriarcal, lactancia
herética en la forma, aunque sumisa
con la dogmática nutricia. Una palabra
acabada de inventar abría
la marcha, como el pan, y la leyenda
le hacía el coro entre ensaladas
de un amargor estimulante.

Cuando, verbigracia, Edipo
se dio de bruces contra el cactus
de sus remordimientos
se quedó sin paisaje, no porque sus ojos
dejaran de sentir la brisa fresca
de un oráculo aún sin decifrar
sino por una falta puntual de perspectiva
que la moral carnívora provoca 
en los veganos más rabiosos.

Él nunca supo
que su fatal puntualidad era debida
-ah, ley compensatoria-
a la cojera provocada por unos coturnos
demasiado inclinados hacia el melodrama
de la moral y sus abismos
y no al ritmo trepidante
del fatum disfrazado de casualidad.

Y atentos al detalle: nunca Sófocles
-y apenas de pasada el circular Homero-
hizo mención a dietas: ni centauros
atónitos ante un pesebre lleno
de suculentas inmundicias ni manadas
de cerdos a la mesa
de Circe, ya Ulises de regreso
al rutinario paladar de Ítaca. 

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