A ese bulto -ciego aún- le das
primero un no lugar, un reino
donde rendirle sumisión visual,
las formas hacen religión, adoran
en ritual primitivo lo que acaba
de nacer a los ojos y lo esculpen
en mármol o humo.
Y tras la adoración ya palpas cuerpo,
das crédito al vacío y lo rellenas
de pensamiento o te limitas
a avivar el fuego -aún no pira-.
Más tarde sacrificas
en él una costumbre: todo
lo acostumbrado acaba por arder
como los días cálidos de agosto
consumidos en lenta procesión
o en piras patronales.
Al final nada escapa
al carnaval del fuego, todo es humo
del holocausto pirotécnico o música
de ruidosa liturgia en torno al ídolo
llevado por el viento.
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