En el portal de algunas catedrales se enrosca como un perro de juglar un dolor cóncavo que simula dormir, aunque en realidad vigila cada poro de la piedra para embeberse en ella y acabar socavando su apariencia de infinita durabilidad.
No llegamos a ver
el humo vaporoso que produjo
su progresiva desaparición,
supusimos
que había habido fuego, pero sólo
quedaba la frialdad
de una hornacina con entraña de humo
donde en la siguiente primavera
anidarían los gorriones.
Allí aprendimos a ser breves,
a no soñar -ni siquiera en sueños-
con la eternidad.
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