Tomar un nombre y una cosa,
mirarlos separados, cada uno en su lugar,
luego propiciar que ellos se miren
y permitir que algún aroma de los dos
se mezcle sutilmente hasta que sea difícil
distinguir sombra y luz,
más tarde
rellenar un vaso trasparente de agua clara,
poner en él la flor, -la cosa-, y alejarla
de vecindades vegetales, sola ahí, en la hornacina
encalada y austera,
y al final,
tras mantenerse alejados del experimento
comprobar si cosa y nombre
han empezado a utilizar
algún lenguaje inteligible.
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