Los aros de cebolla
flotando en la sartén, a punto
de alcanzar el grado tosco de dorado
que la receta proponía,
por la ventana entraba el aire
dividiendo en dos la luz de la cocina,
el frío y el calor, el olor acre del aceite
y el puntiagudo oxígeno
del anochecer con hambre,
enero estaba
ya medio desnudo y los minutos
ganados a la sombra empezaban a notarse,
por qué soñar con algo tan lejano como un lago de luz
si en las horas más cerradas del sueño
se me quedan los ojos tan abiertos
que hasta el negro de la habitación juega a vestirse
con un color extraño para el luto.
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