En el tiempo de la trashumancia
subir a la majada era como emprender un viaje,
las antiguas carreteras mantenían secretos de gravilla,
atravesaban pueblos con la misma indiferencia que un cuchillo
atraviesa el corazón del pan,
siempre había chopos vigilando
para llevarte hasta un refugio frecuentado
por la soledad y el cierzo entre animales,
se miraba lejos, como tendiendo huida,
o se desertaba de lo próximo para zafarse de un destino
desagradecido y familiar,
pero en dos semanas
se regresaba a los pecados campesinos
que eran gloria y condena,
las hoces siegan, las palabras vigilan,
cada agosto era un año cereal,
con la trilla quemando la pelusa que le crecía al ángelus
sollozado desde el campanario, el botijo
sin agua y apenas con un hilo de esperanza
de entrar en ese túnel sombreado
que el ciclo temporero nos tendía.
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