De pronto escuchas
un nombre muy común y lo vinculas
a alguien conocido al que perdiste
la pista hace mil años,
unas puertas de bronce
con verdín de ghiberti se entreabren,
permitiendo
que un brillo satinado llegue a tu nariz,
los ojos
ni siquiera han podido acostumbrarse
a la bruma de polvo que levantan
los aleteos de murciélago
de tu curiosidad,
pero la figura sigue allí
y piensas en ponerle un nombre.
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