Nunca nos paramos a pensar
en la carga bruta del adorno,
los ojos hacen como que no ven
el atrezo villano y se dedican
a adorar como a un dios a la columna
robusta y sobria de los templos
sin más estrías que las de la edad,
ya no distinguimos entre metal y plástico,
o entre el mármol formal y el griterío
de los alicatados, se nos sube a la cabeza
un pensador que apoya su desgana
en la hoja carnosa del acanto, codo con codo con el dios
de bronce oscuro que simula
un arrobado pensamiento.
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