Él alzaba la lona
y ponía la palabra en alto, como un trofeo,
iba mostrándolo de pueblo en pueblo
con la constancia de un maestro y recibía la limosna
de una caridad con liendres,
el prurito le recorría la cabeza
y le ayudaba a apaciguar los pensamientos sépticos,
de nada serviría la ablución,
el agua regresaba a tierra sin escuchar arengas
ni detenerse en rogativas,
completaba un estricto código de higiene
que facilitaba la pronunciación de consonantes líquidas,
pero un hilo de baba apenas perceptible recorría su mentón,
descomponiendo su perfil de mensajero
y acababa enrolándolo en el menguado ejército
de la mendicidad.
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