viernes, 12 de enero de 2024

A finales de octubre llegó al pueblo un cazador embutido en el color dorado de la pana ojo de cabra; no habló con nadie y al atravesar el pueblo su olor áspero amodorró a los perros que ni siquiera se atrevieron a ladrar; no cobró ninguna pieza, pero dejó sembrado el monte de unos puestos de ojeo tan elaborados que aguantaron en pie durante mucho tiempo, y fueron usados para observar los animales como quien mira el paso lento de una puesta de sol

 



En los días salvajes 

era frecuente entre nosotros robar nidos

e intentar criar a los polluelos en cautividad,

cazábamos lagartos, ranas o culebras

para alimentar un hambre tan elemental como la nuestra,

la águilas crecían deshonradas, su torpeza inicial

se comportaba como una enfermedad y terminaba

lastrando sus maneras de forma permanente,

yo nunca tuve un águila, hube de conformarme con un cuervo

de estirpe azul, llegó a emplumar y me abandonó

dejándome con la comida entre las manos,

desde entonces me despegué de la afición,

y empecé a sabotear las jaulas de las prisioneras,

les abría la puerta y con un leve silbido

les recordaba que volar era su instinto,

sólo era capaz de apaciguar mi envidia

cuando su vuelo se fundía con la ceniza de la niebla.

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