En los días salvajes
era frecuente entre nosotros robar nidos
e intentar criar a los polluelos en cautividad,
cazábamos lagartos, ranas o culebras
para alimentar un hambre tan elemental como la nuestra,
la águilas crecían deshonradas, su torpeza inicial
se comportaba como una enfermedad y terminaba
lastrando sus maneras de forma permanente,
yo nunca tuve un águila, hube de conformarme con un cuervo
de estirpe azul, llegó a emplumar y me abandonó
dejándome con la comida entre las manos,
desde entonces me despegué de la afición,
y empecé a sabotear las jaulas de las prisioneras,
les abría la puerta y con un leve silbido
les recordaba que volar era su instinto,
sólo era capaz de apaciguar mi envidia
cuando su vuelo se fundía con la ceniza de la niebla.
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