Siguen ahí,
los libros tienen alas pero sólo vuelan
cuando alguna mano les descorre el cortinaje de la niebla,
sus dioptrías les impiden bajar a los detalles, altos ellos
en las estanterías donde los colocó el recuerdo,
a veces dejan traslucir alguna historia como el dolor
que acaba rezumando entre el espesor del musgo,
duele su soledad,
mirar ese decoro de ángeles barrocos
con el rictus torcido de quien sólo entona
el antifonario del silencio,
a la sombra de un cordero místico que ni pace ni bala,
eternamente confinados
en el perfume oscuro de la biblioteca.
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