Arriba,
en el andamio con la señora Glück,
subiendo materiales inertes para que el edificio
no pese demasiado y sea posible llegar al cientoveinte,
marearse en el exceso de lo vertical y protegerse
con la red anudada de la conversación con uno mismo,
desde aquí nos queda más cerca el horizonte
y los dolores en el brazo derecho, el que maneja
ladrillos y cemento, -no pinceles-, no son tantos
como cuando escribo, dice, las palabras
duelen como un parto, anuncian resurrección
donde antes hubo muerte, de esto los médicos poco saben,
acostumbrados a medir temperatura
asociada siempre con dolor y aquí ya nada duele,
sólo siento el hueco de la sensación, una alegría
tan llena de cansancio que podría quedarme
dormida a estas alturas del andamio,
a un paso de alcanzar la curvatura
con que la luz declina hacia colores
no calculados por el arquitecto.
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