Eligen un lugar menor, al fondo
de la caligrafía desolada, sellan
con su aparente exceso cada fórmula
desarrollada en surco, no veneran
los arabescos de la tradición y siempre
imitan el palpitar de los adioses
que se dan repetidos, uno encima
del otro como el monte y la nube,
el insecto y la flor,
arrebatadamente innecesarios
para demostrarnos la eficacia
de lo que surge de rebote confundido
con el aroma de la casualidad.
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