Ahora que nos alumbramos con el aire
enrarecido por la proximidad recuerdo
la respiración enferma del minero
al que la silicosis no alcanzó a convertir en escultura
de cartón barnizado, como a tantos otros,
se sigue hablando de él
pero el susurro vergonzante de la feligresía
intenta silenciar la furia de los arrecifes
que provocó el grisú al abrirse como volcán
sobre las graveras vomitadas por la bocamina,
y del día después
sonando aún la herida silenciosa de las campanas
que callaron para no profanar la romería
de vino y mus en la taberna
donde se ofició el sentido funeral.
II
Cuanto esfuerzo costó a aquel hombre
separar la ignorancia de la grava
que arrastró la corriente y aún arrastra
sobre la mirada ahumada de la gente,
él lo hacía con naturalidad, lo mismo que en la mina
con la antracita y el terrizo de ennegrecida entraña,
por las tardes acudía a la cantina
a aceitar las durezas de su alma caminera
dejándose llevar por el caudal del vino,
y antes de perderse bajo el puente
de su cansancio se agarraba con fuerza
a los hierbajos de la orilla
y proclamaba el pobre catecismo
de sus añoranzas asturianas,
la revolución que el aire traía desde el mar
mezclada con galernas y promesas
de arenas claras, los granines de oro
que encandilaban a los pobres,
en esos trances se alcanzaba al dios
ancilar de los valles, se intercambiaba religión
por medicina y novelas de aventuras
casi siempre auspiciadas por un druida
y algún bisonte prehistórico, de ellos
eran las reliquias que llevaba al cuello,
un molar amarillo y una vértebra
de marfil pulimentado por la devoción
que le abrieron la puerta hacia una nueva vida.
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