Toca ahora
repasar esos oficios ya cegados
por las cataratas de la historia,
no se ven ya vendedores de púas de espino albar
para quitarse las verrugas
y acudir sin lunares al rodal del plenilunio,
ni cosedores de botones sin ojal
con hilo de oro en la pechera yerma del chaleco,
ya casi ni recuerdo al buhonero
soldador de hojalata que restañaba lágrimas de estaño
como si fueran sangre desteñida,
o el teñidor de telas con las cortezas de abedul
hervidas en vinagre que hacía aparecer un arco iris
haciendo chiribitas a la ropa vieja
para vestirla de domingo,
y sobre todo echo de menos
al que vendía flores de avellano
que había que poner bajo la almohada
para curarse los olvidos y hacer que todo
volviera a pasar ante nosotros
como si fuera la primera vez.
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