Así acabó por suceder como leyenda
lo que yo soñaba como un humo perfumado
por las resinas de la lumbre, aquella aparición
revestida de guatas, con botas altas y disfraz
de piloto alemán de hazañas bélicas,
la sobrina del droguero llegaba en sidecar
desde un pueblo cercano, cada martes,
los lunes solía aparecer un ramillete
de malvas en el alféizar de ladrillos árabes
y las estrellas acudían a mirar aunque las nubes
se empeñaran en cerrar los ojos al misterio,
yo me preguntaba por el amarillo del tabaco
entre los dedos supersticiosamente protegidos
por una aureola casi médica
que enguantaba las manos del droguero
y por la larguísima uña del meñique
con la que espantaba la ceniza del cigarrillo
al final de una boquilla de mujer, o por los ojos
de espejuelo de aquella especie de máscara de gas
con los que, decía, podía ver eclipses y pegasos
ardiendo en pleno vuelo,
aunque mi atención se dedicaba al vuelo
del guardapolvos de rayitas verdes y a las trenzas
con laca y reverberos de cobre que investían
de un aroma congregacional a la leyenda,
con su llegada amanecía
otra aurora de olores sometidos
al riguroso dominio del cristal, y desde allí eran vertidos
ceremoniosamente en los tarritos de las baldas,
paralizando el merodeo de los perros
y hasta los trinos de los pájaros se oían más lejanos,
era todo lo que podía suceder
frente al aburrimiento de los días
en los que nada estaba diseñado para el juego
o todo juego se sofocaba en la rutina,
un ángel sin olor, el pelo de humo
como el que salía de los arabescos
de plata del incensario, la oculta rebeldía
contra el olor a establo que luchaba
por imponerse al aguarrás, o al pormayor
de la creosota y del zotal,
y en esa segunda amanecida, la de la llegada,
antes del olor a gasolina y de la sombra de la moto
frente al portal, en esa pobre aurora brilla aún
como un eclipse visto con espejos
la sobrina intangible del droguero,
con su organdí carnal y femenino.
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