Ahora regresamos sabios
o pobres, que es lo mismo, y contemplamos
con desconfianza estos paisajes trasparentes,
con esa luz mudéjar capaz de revelar misterios
o dejarnos más ignorantes cada vez, cegados por exceso
o porque renunció la celosía a la diafanidad,
comenzamos por mirar pasmados
antes de sucumbir a la pregunta
respetuosa y cargada de vergüenza,
-de qué ha valido tanto exilio, si al final
la escuela quedó atrás, sumida en luminosa duda-,
estas maneras de vivir, los labrantíos sin remedio
sometidos a estado fotográfico,
la ropa de faena que se niega a ser mostrada
como una etnografía y las abarcas
que han avanzado más que aquellas botas
de siete leguas de la imaginación,
cuanta tristeza en la mirada
lacustre de los bueyes frente al mugido
del mercadillo de los martes,
-aprendimos la lengua, no la traducción-,
o en el silencio de los viejos
que apenas ven porque sus ojos se quedaron
para seguir llevando de la mano
hasta un final de losa de pizarra
a sus anquises venerables,
ellos manejan con temblor tan firme
el bastón y el rosario, los llorados granos
de cereal semienterrado en frío y desconfianza
frente a la evangélica ilusión del cien por uno
que el fisco hace volar como a los pájaros,
qué afirmación haremos frente al agua
nosotros concebidos en secano y alumbrados
para cruzar a ciegas el desierto,
quién será capaz de interpretar
las baladas del aire en los crepúsculos de agosto,
los tañidos mojados, los maitines
de zorro y lobo revestidos
con la hojalata de la luna, quién,
o qué pie superior hará milagro sobre el vidrio
menestral del embalse, nuestras truchas
de ayer embrutecidas entre estas dos orillas
tan traumáticamente separadas que acaso nunca
se vuelvan a mirar como vecinas.
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