Los pastos huían de nosotros
a medida que aumentaba la altitud,
sólo flores menudas y pequeñas piedras de caliza
se resignaban a ejercer de alfombra,
éramos rebaño y en la hierba
se propagaba con sordina
un deseo feroz de abandonar los pastizales
y convertir la luz en cierzo bufador,
con esa incierta luz nuestra mirada
atisba movimientos en la quietud calcárea,
pero nada se mueve,
la norma del rebeco es esconderse,
nosotros los humanos escondemos
la poca humanidad que respondía
con admiración a las volutas
del águila reinante, por el aire
nos llega su silbido de flecha intermitente:
no por mis pagos, por mis pagos no.
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