domingo, 28 de noviembre de 2021

La intemperie de los techos altos

 

Habíamos salido de paseo, era jueves por la tarde y había que llegar hasta La Gineta para que unos cuantos pudieran renacer dando patadas a un balón de fútbol. En el otoño tardío brillaban las bellotas en el suelo con una color que recordaba la luz satinada que desprenden las ancas de las yeguas.

Nosotros padecíamos la prisa del potrillo destetado a destiempo al que cualquier reflejo sigue recordando el brillo maternal perdido entre la bruma de una despedida difícil ya de rescatar. Por eso nos desfogábamos en el apresuramiento cuesta abajo, las piernas practicaban sin balón en el fácil descenso hacia el arenal del Manzanares que arrastraba más que agua un retazo azul del aire que algún profesor calificó de velazqueño y que nosotros asociábamos con el sabor terroso y agreste del chocolate Siete Picos que acompañaba a la barrita de pan de la merienda.

Un misterio aquellos frailes de profesión eunuca, cuya mirada asilvestrada nunca dejaba traslucir la verdadera dirección de sus impulsos, aunque, a la vuelta, estuvieran dirigiendo la cadencia del rezo del rosario susurrada por la calderilla de las voces blancas y tiznada por el bozo adolescente de los mayores y la barba cerrada de aquellos "ángeles" infectos.

Dura Anábasis aquella de seis años sin tregua, en la que el destino estaba siempre lejos y más lejos aún la atapa última que daría derecho a reagruparse en torno a los despojos de una casa natal empequeñecida por la intemperie de los techos altos a la que el tiempo nos había acostumbrado. Porque a medida que el tiempo va pasando se recuerdan apenas las heladas sesiones frente a los lavabos comunales, en un afán por aligerar las adherencias con que la costumbre carga las membranas usadas para el vuelo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario