Le habían ordenado vigilar el rebaño del norte,
por la collada se colaba una niebla rastrera
que amparaba a la avanzadilla de las cabras,
tras ellas venían las ovejas y su apagado estruendo
de esquilas destempladas,
él prefería escuchar el tableteo de las ráfagas del viento
acurrucado en la hornacina de la roca
o pegar la oreja a la caliza
y adivinar lo que el torrente que corría en su interior
iba diciendo desde antiguo sin que a nadie interesara.
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