(En Casasuertes, un motril)
Descubrí en el aire bravío de Valcarque
los cristales de cal iluminando
el careo mejor para que el sabio pastor isidoriano
apacentara sus merinas
en la umbría románica del techo,
cayados como cetros cortados de la ulmaria
que marca los arroyos, el silbato menudo del motril
robando melodías al mirlo y al zorzal,
las hayas blancas de dolor y sombra
improvisando un húmedo sestil
donde dormita el ruido del cencerro
y vigila con amor la ortiga blanca
contra el envite de los tábanos,
la transcripción mozárabe del aullido del lobo
subiendo como un humo
de zarza en combustión perenne
contra el venteo del mastín, las horas
pasmadas en el aire donde confluyen todos
los rituales paganos de la mesta
en un armónico dolor y en una
gozosa alegoría de la vida.
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