Allí se puede ver la tierra abierta, la dentellada sucia, algo mellada,
pero sin restos de comida,
sólo flores asomándose al gran surco con que la falla decoró la estepa
mucho antes del uso del plural,
los perros agrupados al extremo, tan lejos que parecen una mancha
de café en el mantel de la sabana,
todo el encanto de un infierno sin explorar: la concha de cinabrio
donde una reina despeinada exhibe la suciedad altiva de su raza
sobre el cansancio gris de la jauría, el color rancio del marfil
de huesos inhumanos o apenas despojados de los restos
de verticalidad que los hicieran diferenciarse de los otros,
y el incandescente olor a lobo rebajado con agua
de la cascada artificial con que se adornó la cicatriz de entrada,
se dice que alguien
se aventuró a bajar y pudo desalambrar su vigilancia
y alcanzar de nuevo la planicie para contarlo,
aunque usando ya el lenguaje corto del ladrido
mezclado con el secuencial de las historias narradas por humanos,
ya no quedan
traductores fiables de aquel ruido
grabado con buril en la pizarra con que acabó sellándose la entrada,
hoy todos preferimos el silencio.
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