Siempre pensó que llegarían juntos al final
jugando a reventar palabras, pinchándolas
como si fueran globos de un cumpleaños,
llamando a timbres para salir corriendo y ver cómo la nada
rezonga con la nada,
eternamente niños malcriados, a los que una desafiante primavera
coronaba de flores,
ella prefería ir por delante, con sus gafas de miope, definiendo
lo que los ojos no alcanzaban,
pero llegó a cansarse de mirar siempre el mismo espejo
y empezó a dedicar tardes enteras a la afición de no hacer nada
salvo observar cómo las nubes envejecen sin dejar de ser jóvenes,
después vino el silencio, esa jovial pereza que cambia por sonrisas
las palabras y rubrica cualquier afirmación
con un hilo de baba entretenida en las púas de un mentón mal afeitado,
y al final un cansancio que sólo admite soledad,
las manos siempre frías, sin lápiz ni papel,
con el vano de la puerta enmarcando en el horizonte mudo
la presencia ruidosa de la nada que no le deja oír ni a los ratones
que usan para dormir sus zapatillas.
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