La lectura terminaba siempre en una ciénaga,
se hacía de noche sin ocaso, como si una mano
tapara el sol sobre los ojos y echara la persiana,
al final no había un buenas noches susurrado
ni siquiera el intento de aligerar tensiones
entornando la puerta sin cerrar del todo,
con esa cuchillada llegada del pasillo
su sueño podría deslizarse sin esfuerzo por la pendiente ciega,
y hasta reconocer a cada figurante
antes de difuminarse en la negrura,
los contaba todos, uno a uno, para estar seguro
de que nadie se ocultaba en las esquinas,
y antes de fijar su pensamiento en el envés rasposo
de las manos de la nurse llamaba muy bajito
al fantasma de su madre, con miedo a que le oyera
y viniera a desearle buenas noches.
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