Pensaba el héroe que sus enemigos, -muchos-,
crecían cada día en el pastizal de Táuride,
aunque algunos se sumaban
como la espuma a las aguas residuales
que, tras higienizar la plaza de los sacrificios,
se quedaban girando en los remansos de cualquier esquina
para captar nuevos detritus,
con esa aportación novísima entraban en concurso
con las enemistades más antiguas y podían
inclinar los frágiles platillos de la balanza
al lado conveniente. Un coro de cautivas
desenredaba una madeja de hilo fino procedente
del comedor de fumadores. Egisto se reía,
él siempre fumaba gratis, e incluso había lacayos
peleándose por ofrecerle fuego, a él cuyo interior volcánico
ardía de envidia por el toque extranjero y perfumado
del humo que exhalaba Agamenón .
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