Hablando de lascivias
recuerdo aquel esfuerzo taxonómico
por calificar la piel inerte de la mártir
guardada en una urna y que un día de noviembre
se alisaba ella sola y parecía inflarse de memoria
en torno al mismo cuerpo del que fue desollada
con el sufrimiento apaciguado por la anestesia de la fe,
era un alabastro adelgazado hasta los limites de la transparencia
como el que adorna de castidad la saetera
del ábside románico donde el relicario reposaba,
yo alcancé alguna vez una febril levitación
bañándome en la sangre casi aérea de una joven virgen
a la que unos ángeles de rictus sado maso
mostraban el instrumental
con que iba a ser desnudada de su piel y convertida en mapa
de anatomía muscular como el que ahora
cuelga en la pared de nuestra clase.
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