El arenero tira del larguísimo varal
y sus ojos se entrecierran para filtrar el resplandor
de la arena mojada y los reflejos en el agua
mientras trata de captar el brillo de algún trozo de sílex
subido con la arena desde el fondo de una prehistoria muda,
alguna vez le sucedió que obtuvo
de una sola palada un rascador tallado
a menudos golpes, con las muescas de astillas tan pequeñas
como dientes de leche, o una punta de flecha ensangrentada
con el óxido vivo del cinabrio,
y ese resplandor iluminando su piel tostada
quedó flotando por el río, sobre el salgueral,
hasta que al atardecer los gansos migratorios
se lo llevaron al remanso para pasar la noche
a media luz, como en Laponia.
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