Aquel puntito
que veíamos brillar por el camino de la vega
era un segador con la guadaña al hombro,
el sol caía casi vertical sobre el pulido acero
y multiplicaba el haz de luces que nosotros
confundíamos con el vaivén incierto
de una herida del aire enfebrecido por la canícula de julio,
pero, al ir progresando, la distancia
no tuvo más remedio que bajarse
del burro y concedernos una duda cercana
a lo que los ojos ya creían entrever,
la gracia estaba en ese toque de los dedos en la espalda
animándonos a secundar el juego
que proponía la imaginación, (no hay nadie
capaz de hacerse un hueco en ese lado plano de las cosas
cuando están de frente, salvo si rasgamos
la seda gris del aire y nos dejamos llevar por él hasta situarnos
a la espalda de todo).
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