Miró el mapa, la Estigia no quedaba lejos,
recordaba haber estado por allí
cuando su padre cosechaba
mariscos muertos para sus alquimias,
tal vez un día de calor, un picnic sofocado
entre investigación y moscas podía dar la clave
para acceder a ella sin el riesgo de adicción que todos afirmaban,
llevaría comida y un mantel estampado, -en Virgilio las flores
transformaban los yermos en Arcadia-, y encendería un fuego
donde quemar ramitas de incienso marroquí
para ahuyentar la nube de mosquitos
que se alza con la calma del atardecer,
en la arena de la orilla aún podían leerse los hexámetros
tan declamatorios que escribió su padre
para ocultar el miedo: sirva de óvolo
el corazón de estas monedas
fundidas con el calor extremo de tu aliento,
oh eterno mantenedor del fuego,
con el flujo y reflujo de las aguas
se formaba en la arena una corteza de resina azul
idéntica al cristal que los arúspices
usaban para hurgar en las entrañas del animal sacrificado.
Por la noche, tras echar la cremallera de la tienda,
se colocaría una moneda sobre los párpados cansados
para que el guardián Caronte no turbara su sueño
con cuestiones de aduanas o de impuestos.
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