De ese rincón de la animalidad
al que llegamos por los sentidos indigentes
nada se sabe,
colocamos la panoplia salvaje sobre el frontis
de nuestra rutina y le otorgamos rango de
antepasado en cuanto a lenguaje y ceremonia,
a un lado lo ojival del ciervo con su almizclado rastro
que perfuma el brezal,
al otro lo subterráneo del olor a lobo y sus maitines montaraces
sobrevolando el techo de la noche,
en el creciente la óptica seráfica del búho que nada necesita ver,
y abajo la tempestad quieta del oso flotando como roca ingrávida
en el regazo de la bruma,
nada sobre el fulgor del águila o el telegráfico urogallo
que dicta en morse su memoria,
nada más,
nada se sabe de lo que no se ve.
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