Se asomó al precipicio cogiéndose al alambre del cercado,
expulsó el aire y se sintió volar, tenía frío
y elevó las manos como adorando al sol,
todo aquello que habitaba en el abismo
captó enseguida su presencia y la niebla comenzó a levantarse,
de qué hablarían si es que algún espíritu
decidía saltarse la penitencia de silencio,
las formas nítidas quedaban a su espalda, las de abajo
eran humo, sólo humo de fisonomía inabarcable,
se vio pensando en las estepas, en el brillo amarillo de la hierba
y hasta encontraba acogedoras las casetas de tabla
donde a veces entraba para escuchar el viento o el toc toc del corazón,
y traducía los arcanos de aquel sonido sideral,
los versos de la era, con el dorado trigo y el oro sucio de aventar,
tanto silencio le agobiaba, pensó:
de aquí sólo guardaría las astillas encendidas,
ellas le remitían a los incendios del verano
que la prensa local daba en entregas,
como si fueran un serial, lo demás, la ceniza,
acabaría dispersado por el viento.
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