lunes, 26 de junio de 2023

En la posguerra a la entrada de los pueblos había un muro de tapial o adobe con un ventanuco sin cristal en el que se colocaba un símil de una cartilla de racionamiento; era la señal que espantaba a vendedores ambulantes dejando el campo libre a los ejecutores de requisas y otras rapiñas consentidas contra el dolorido personal que cuidaba del ganado y mantenía productivo un campo esterilizado por la efusión de sangre

 



Alguien soñaba el sarpullido

y el campo se cubría de amapolas,

no trigo ni cizaña, si acaso avena loca

en los bordes de fuera, con su brillo

de acreditado centinela contra pájaros

que viven de leyenda y de parábolas,

nadie nombró la hoz ni dijo sangre o recolección,  

fue simple deducción de las cálidas fechas, 

un encargo que la costumbre consagraba:

hacer la o con aquel trillo de cuchillas de sílex,

dejar al aire la tarea

de fabricar el oro alquímico por medio del venteo

y aplacar los calores del estío

con la frescura del botijo cuando sonara el ángelus,

o esperar a la noche para que los merodeadores

disfrazaran su miedo y se atrevieran a desplegar la alfombra

donde cualquier bisutería

le hacía competencia a las estrellas.



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