Alguien soñaba el sarpullido
y el campo se cubría de amapolas,
no trigo ni cizaña, si acaso avena loca
en los bordes de fuera, con su brillo
de acreditado centinela contra pájaros
que viven de leyenda y de parábolas,
nadie nombró la hoz ni dijo sangre o recolección,
fue simple deducción de las cálidas fechas,
un encargo que la costumbre consagraba:
hacer la o con aquel trillo de cuchillas de sílex,
dejar al aire la tarea
de fabricar el oro alquímico por medio del venteo
y aplacar los calores del estío
con la frescura del botijo cuando sonara el ángelus,
o esperar a la noche para que los merodeadores
disfrazaran su miedo y se atrevieran a desplegar la alfombra
donde cualquier bisutería
le hacía competencia a las estrellas.
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