Cuando empezaba una novela
siempre había un personaje que acababa por saber su nombre,
le hablaba a él y le rebatía la opinión con argumentos razonables,
decía: "compartir cien lecturas es un vínculo más fuerte que la sangre",
miraba lejos y sabía cosas del futuro,
aunque prefería conversar con lo que estaba ahí,
hacer mil comentarios anodinos y terminar sabiendo lo esencial,
lo que a la gente le gustaba, sus odios más secretos, una forma
de apoderarse sin violencia de su corazón y sus sentidos,
sé que vas a morir, pero nunca intentaré ponerle fecha
a ese conato de espejismo,
cuando cerraba el libro ni la lámpara de queroseno de la alcoba
era capaz de iluminar el rostro de su interlocutor
como si ensayara el adiós del personaje
antes de voltear la última página.
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