ella sigue ronroneando a pesar de la rígida expresión,
dentro de un año -o dos o tres, quién sabe- acabarán dándole el premio
Llegando ya al estrado, casi tropezó
a pesar de caminar despacio, pelo apelmazado
como rastas tratadas con cera de abejas,
carmín en la blancura de la manga, ni se fijó en el brillo
del chaleco de su acompañante de rígida etiqueta,
su mirada avanza con lentitud de barco, acaso busque
el perfecto escenario, ese que ni se ve, en el aire
todo es posible, ella tiende a mirar por encima de las gafas,
ni siquiera se ríe cuando alguien se le pone delante y le propone
hacerse un selfi, su ojos sí sonríen, esa capacidad para juzgar al tonto
por la quietud del aire que le envuelve,
tiene tendencia a tamborilear sobre un piano invisible,
le salen letras en lugar de notas, una Remington antigua,
negra y ventruda como las naves de los griegos
olvidadas en las playas de Troya.
Al final se sentó y bajito, pronunciando despacio en griego antiguo
nos ha llamado imbéciles o cursis (acaso las dos cosas).
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