Quería recordar aquel pasaje
en que el enfermo se esforzaba en imitar los movimientos del esguilo,
un chapín doblegado por el uso, acostumbrado a la caricia de los años,
ir y venir, mostrarse y desaparecer, contarle al visitante
las aventuras de una ardilla que no se resignaba a despeñarse
por las hambrunas del invierno,
él lo usaba con la sagaz sabiduría de los solitarios
para conseguir que no se fueran, que aguantaran con él cada peldaño,
cada burbuja hirviente de las horas hasta que la claridad se disipara,
luego, aplacada la ansiedad, el chapín se enroscaba
bajo la cola de plumón y convocaba el mismo sueño:
la afilada brisa de la primavera le curaba
el color amarillento de los ojos y el escozor maleable de la piel,
y acababa vestido con el traje de la primera comunión.
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