Acudí al festival
en que a los muertos se les daba un nombre
para poder llamarlos a conversación,
una baraja de Tarot y algunas hierbas amargas
servían de alimento espiritual
a aquel cenáculo de acólitos hambrientos,
la belladona coronaba la cabeza de mármol del gran desconocido
y a su alrededor un círculo de lamparillas rojas
contenía el acoso de la oscuridad
que brotaba como respiración de mina del enlosado de la cripta,
se empezaba invocando los truenos del verano
para contrarrestar la atmósfera de miedo susurrado,
y un sonido vibrador quedaba flotando en el recinto
sin permitir apenas la intervención de los difuntos
a los que hablar les suponía un gran esfuerzo,
y todo para añadir un sí o un no a la cantinela
del cofrade mayor que dirigía con evidente aburrimiento
el desarrollo del ritual,
un acólito con sobrepelliz debía mantener su ritmo
para crear un aire de danza religiosa,
y simular contrariedad cuando, rompiendo el protocolo,
subiera a la tarima a susurrarle:
no hay agua para el asperges y sólo quedan unos granos de incienso,
esa era la señal para el gran llanto,
hasta el corindón más duro destilaba sangre,
a todos los reunidos le llegaba aquel mandato de humedad
y se iban desfilando ante la pila bautismal,
la gran tinaja de la risa donde se increpaba al muerto
y se vaciaba el óbolo de lagrimas antes de pasar por el estrecho pasadizo
del "in paradisum" y salir al aire helado de la calle,
allí ya se podía hablar y hasta encender un cigarrillo
para comentar asuntos del común
que en nada coincidían con los duelos y quebrantos
que cada cual guardaba en su cocina.
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